La eutanasia, es un tema que legalmente lleva estancado 13 años en el parlamento de Chile. Se define como el derecho a morir con dignidad, se basa en el principio de la autonomía y la voluntad de quienes enfrentan sufrimientos insoportables, como enfermedades terminales o condiciones dolorosas e irreversibles, para evitar una prolongación indeseada de sus padecimientos. En estas situaciones, decidir sobre el final de la propia vida se convierte en una manera de preservar la dignidad y controlar los últimos momentos de existencia. Sin embargo, este derecho enfrenta oposición, sobre todo desde algunas posturas filosóficas y religiosas rígidas, en Chile, se puede observar más en algunas vertientes del cristianismo, que afirman que la vida es sagrada y que solo Dios tiene la potestad de decidir cuándo termina. Aunque este enfoque puede ser significativo para quienes lo comparten, su imposición en una sociedad con creencias diversas limita las opciones de aquellos que no profesan esas creencias y desean una “muerte digna” en lugar de vivir bajo un impuesto de sufrimiento. Así, se plantea la cuestión de si obligar a vivir bajo condiciones insoportables, en lugar de ofrecer una salida digna, es realmente vivir.
Para muchos creyentes, el sufrimiento tiene un propósito trascendental o redentor. Sin embargo, cuando este concepto se convierte en norma social, restringiendo el acceso a la eutanasia para todos, se vulnera la libertad de quienes tienen otras perspectivas sobre la vida y la muerte. Para estas personas, la posibilidad de elegir una muerte libre de sufrimiento, en el momento que consideran adecuado, es una forma de dar dignidad y un derecho a decidir sobre su vida, lo cual se vuelve aún más importante cuando continuar viviendo significa extender el dolor sin propósito personal. Negarles esta posibilidad equivale a obligarlos a vivir una experiencia que ya no consideran vida, sino una sucesión de padecimientos sin sentido, lo cual no respeta su autonomía.
La libertad de valores en una sociedad plural se basa en el respeto por las decisiones individuales, siempre que no vulneren la integridad de los demás. En el caso de la eutanasia, esta libertad implica permitir que cada persona decida sobre su vida y su muerte, ya sea que elija vivir hasta el final de la enfermedad o poner fin a su dolor. Sin embargo, imponer una visión religiosa de la vida que obliga a vivir bajo el sufrimiento, cuando se desea terminar en paz, no solo transgrede esta libertad, sino que intenta establecer a la fuerza un marco moral único en temas profundamente personales. En este contexto, obligar a vivir no significa vivir plenamente, sino someter a alguien a una existencia que contradice su deseo y proyecto vital.
Una sociedad pluralista debe reconocer que cada persona tiene un modo propio de afrontar el final de la vida. Si bien las creencias religiosas son valiosas para muchos, convertirlas en leyes absolutas para todos vulnera la autonomía y el derecho a la autodeterminación de quienes desean tomar decisiones personales sobre su muerte. La eutanasia, entonces, no solo es un derecho que evita el sufrimiento prolongado, sino también un acto de respeto a la dignidad, la libertad y la diversidad de valores.
Sin embargo, aunque obligar a vivir no es adecuado, el Estado tiene la responsabilidad de establecer hasta dónde puede apoyar a una persona a vivir con el mayor bienestar posible y dónde debe dejar a la persona la libertad de decidir sobre su muerte. Esto significa proveer cuidados paliativos y acompañamiento, pero respetar, llegado el punto, la decisión individual cuando la vida se vuelve incompatible con la dignidad y el bienestar. Obligar a vivir a alguien que ha decidido no hacerlo desde su plena conciencia, no es una expresión de vida, sino una imposición que priva a las personas de elegir lo que consideran digno y significativo. En conclusión, respetar el derecho a morir con dignidad es permitir que cada uno decida cuándo y cómo finalizar su vida, preservando el respeto a la autonomía y la pluralidad en una comunidad.